jueves, 5 de enero de 2017

El habitante

Sos el ser que me habita sin buscarlo. Sos la constatación de que el inconsciente opera sobre nuestras realidades aunque no sepamos de él, la persona que se hace presente en actos para cerciorarme que todo lo que me fue amorosamente inculcado tiene sus efectos, tardíos o no, y que no se trata de pretender que vivas en otra realidad paralela, o el Cielo para la acepción religiosa, sino de comprender que los seres queridos dan pinceladas sobre nuestra personalidad con pintura indeleble. Y es tiempo de asumir que sos un habitante en mí.

Un guía que en su modo de ser humanamente persona me transmitió una forma de desenvolvimiento que va mucho más allá de las típicas enseñanzas verbales que todo padre intenta impartir a su hijo. Vos fuiste un grado más lejos de aquellas definiciones de aprendizaje oral, vos tuviste la valentía de ser parte, de ser un amigo con autoridad, un compinche con errores, un padre vivo. Y eso no se borra por tu desaparición física, porque seguís vivo, y siento que es lo que más duele de tu partida terrenal. Porque no construiste un vínculo impuesto o sugerido, sino que fuiste viendo cómo se hacía esto de ser padre, y supiste acompañar, estar, escuchar, sugerir, recomendar, pero nunca jamás imponer o bajar tu verdad revelada y que acatáramos la orden, porque supiste, por los avatares que la vida te hizo atravesar, que un hijo llega para abrirle los ojos a los padres, y no viceversa.

Sos el habitante innegable de mi humanidad, el que al proceder de tal o cual manera sabe que así lo hacías vos, o en mi adolescencia intentaba desmarcarse vanamente para forjar su propio modo de ser, que sí, es distinto en muchos aspectos, pero conserva esa pisca esencial y básica que es hacer las cosas con amor. Siempre está la posibilidad del equívoco, pero bajo el parámetro de lo humanamente posible. Porque pareciera en estos tiempos que hay que explicar nuevamente qué es ser humano, con todas las letras y entereza que proceder de ese modo brinda.

Tiempos confusos, pa, donde tu legado es haber dejado todo en la cancha. Sos el que me habita también al bajar la guardia un rato, y querer tirarme a dormir nomás, y te recuerdo levantándote de esas largas siestas de fin de semana haciéndote el sonámbulo con los brazos para adelante, queriendo sacar una sonrisa, aún en la adversidad.

Sos el habitante que llevo en mí también, al analizar variantes de posibilidad y quedar encerrado en esa burbuja de negatividad que viene acompañada del que usa la mente en exceso y te vuelve como un bumerang. Aunque por otro lado sos el que me habita al percibir una situación a las claras en declive y que saca fuerzas y ganas de contagiar entusiasmo porque es el único modo de salir adelante. Sos el habitante que me sopla un accionar cauto y respetuoso, quizás por contraposición de partes, porque nadie sabe en qué batalla está enredado el que se acerca a nuestras vidas, y a su vez el que me hace enfrentar, o apenas maldecir, las injusticias notorias en las que la humanidad se encuentra.

Sos el que me hizo aprender el modo en que quiero ser, y sostenerlo, contra viento y marea, si creo que ese es el camino que se me dibuja por delante. Sos el habitante de mis certezas e incertidumbres diarias, que me inculca a no bajar jamás los brazos, y arremeter por aquello que creo me tengo merecido.

Los merecimientos o recompensas de la vida quisieron que te fueras en el momento mismo en que ese eterno aprendizaje de ser padre se apoderó de mi, quizás más tempranamente de lo que hubiera querido para que mi hijo pudiera mamar un poco de ese abuelo siempre disponible, pero quién entiende de justezas si de seguirle el pulso a la vida se trata. De todos modos, mi hijo recibirá esas formas de ser tan vos, sabrá qué es eso de tasmar, hinchar, pelear sin rivalizar, callar y respetar a quien te acompaña, saltar por lo que no hay lugar a que te saquen, hablar sin parar ("si por hablar cobrasen impuestos, yo estaría en bancarrota siempre", decías), luchar por la familia y sus necesidades, ser amigo, ser confidente por más que uno supiera que no había algo que se te pudiera contar que no llegase a oídos de mamá, el otro ser que habita en mí y que ambos moldearon esta masa de sentimientos y sensaciones que soy, y que estos días innegablemente me tuvieron triste, bajón, lleno de angustia inenarrable.

Vivimos en tiempos donde se cree que los algoritmos y los encasillamientos distantes marcan tendencia, y yo ya sé, porque habitás en mí, que esos juegos mentales no son más que la carcasa de la maquinaria mayor que es nuestra humanidad, la cáscara de esa fruta gloriosa que es nuestro ser habitando el planeta tierra. Somos únicos, tu forma de ser me lo delineó y descubro a cada paso que nos vinculamos con tantos seres únicos como estamos dispuestos a conocer.

También sos mis peleas conmigo mismo, mi agarrármela con los seres más queridos, porque sabemos que en un berrinche surge lo peor de uno y alguien tendrá que soportarlo o bancar para que luego sea en reciprocidad. Las miserias no se guardan, se sacan a la luz, y eso demarcará la relevancia de quienes se quedan a nuestro lado, aún habiendo conocido ese aspecto sombrío.

Vivimos rodeados de mentiras, y cada cual elige cuál comprar. Ante esa circunstancia de bombardeo material, tu recuerdo no me deja más que sensaciones placenteras, de intimidad lograda, de logros conquistados aún no sabiendo que estaban materializados en la sonrisa que me despertabas ante un panorama que podía ver ocasionalmente oscuro, o en advertencias salidas del temor ante otra situación que podía apoderarse de mi positividad galopante, y hacerme ver los resguardos del caso a tomar, por más que después te diera o no bola. Vos estabas. Vos estás, dentro mío, aconsejando u opinando, alentando o previniendo, siendo, como sale ser.

Por eso, ante la era de mitología moderna en la que estamos inmersos, este primer año nuevo sin vos decidí acrecentar ese mito viviente que quiero que seas. Este 7 de enero cumplirías 75 años de haber nacido y desde hoy, en mi familia, a Melchor, Gaspar y Baltazar se suma el cuarto Rey Mago, el Rey David. Dada la cercanía de tu cumpleaños con la aparición de los Reyes que anida en mi conciencia desde que nací, tu pasión inculcada por el único Rey de Copas del mundo que existe, y el reencuentro con la costumbre de los regalos a este niño que completa mis días, el día de Reyes pasará a tener la importancia del caso.

Porque siempre me gustó más el momento de dejar los zapatitos con pasto y agua para los camellos, porque algo me decía que estaba bueno una vez pasada la vorágine de festejos y deseos colectivos de felicidad efímera de fin de año llegar a esa mañana especial en que me preguntaba cómo entraron a tomar agua y comida si siempre vivimos en departamento con rejas de seguridad en el balcón. Y también mi ser niño me recordaba que está bueno recibir regalo habiendo dejado algo de uno a cambio, y que además era por la mañana, ese momento del día en que todo se permite renacer, barajar y dar de vuelta, y también incorporé internamente que ese era el real comienzo del año, porque las aguas celebratorias ya habían bajado, y al día siguiente nos volveríamos a juntar, la familia cercana, para brindar por tu cumpleaños pa, que no aclamaba por protagonismo sino que más bien llegaba como corolario para darle paso al mágico y sorprendente año nuevo que se hacía presente, ahí donde habitábamos, en el departamento de Flores que nunca fue nuestro, pero que le dimos el color y calor que sólo una familia clase media luchadora le sabe poner. Esos recuerdos son los que te digo que ahora distingo que habitan en mi, el olor a las mañanas especiales que eran ese período del 5 al 7 de enero, y que me encargaré de acrecentar en mi núcleo familiar elegido.


Porque sos el que me habita día a día, el que llena de vida trabajada y sostenedora mis momentos de desazón, no una evocación lánguida y el llanto en donde reposan tus restos. Los restos, restos son, y prefiero recordarte sorprendiéndote ante el espejo del baño mientras te afeitabas todas las mañanas con la radio encendida, y tocándote esa mejilla suavecita que no pinchaba al besar, diciéndome con gesto adusto y pensativo: "¡qué suerte que tenés!", a la espera de una mínima reacción que te dé pié al ya conocido remate "de tener un viejo como yo". O mirándote con sorpresa ante el mismo espejo formulando una inquietud abierta de "yo no entiendo…", con su correspondiente continuidad de "cómo es que dios hizo algo tan bello".

Yo tampoco entiendo, pero incorporo, pa, que sos el habitante que reside en mí para siempre.
Vos no te moriste viejo, apenas si pasaste a ser un habitante en mí.